domingo, 8 de julio de 2018

La camiseta


Al doblar la esquina nos dimos de bruces con la multitud. La ciudad entera se concentraba frente a la pantalla gigante que el ayuntamiento había instalado en la Plaza Mayor. Era como si la final del Mundial se jugara allí, y no a miles de Kilómetros. Mamá y papá hicieron una piña con mi hermano pequeño y conmigo en el centro, y nos introdujeron en la marabunta. Para cuando conseguimos un lugar aceptable, el partido estaba a punto de comenzar.
De repente, empezó a sonar el himno nacional y la imagen mostró a nuestros jugadores alineados y entrelazados tarareándolo. Vibrando ya de emoción, miré a papá y vi cómo sonreía de un modo especial. Con el fútbol se relajaba. Mamá llegó a decir que aquellos días su mirada había recuperado el brillo que tenía cuando se conocieron. Me gustaba verlo así.

Pero lo mejor fue lo de mi camiseta.

Con la gran crisis, mis padres perdieron la tienda. Yo acababa de nacer. Mi abuelo cuenta que aquéllos fueron tiempos difíciles y que muchas familias lo pasaron mal, pues de la noche a la mañana el trabajo escaseó y el paro galopó desbocado por todas partes. Dice el abuelo que las grandes compañías que antaño se habían marchado a países lejanos aprovecharon entonces la situación y regresaron, pues con el paso de los años nosotros acabamos siendo más... “competitivos”. Signifique eso lo que signifique.

Con todo, mis padres fueron afortunados ya que en una de esas empresas ocupaba cierto cargo don Mariano, nuestro casero, que aunque no pudo contratarlos sí se las apañó para darles trabajo.

Nuestra casa acabó siendo lo más parecido a un almacén lleno de cajas que a mí se me antojaban baúles repletos de inmensos tesoros. Pero en lugar de monedas o joyas, de ellos salían montañas de pantalones y camisetas de todos los equipos de fútbol del mundo. Yo estaba encantado, pues cada día me transformaba en un jugador diferente con sólo cambiar de uniforme: tan pronto era el goleador estrella de Argentina como el portero paralotodo de Italia. Habría dado lo que fuera por vestir así en las pachangas del cole pero no era posible, pues sólo se me permitía hacerlo en casa, mientras ayudaba con el trabajo.

Así que cada tarde, tras hacer los deberes, le echaba el ojo a una camiseta, me la enfundaba y me ponía manos a la obra: mientras mamá se encargaba de repasar y enmendar las prendas con fallos en costuras y estampados, papá planchaba, doblaba y empaquetaba la ropa. Yo, por mi parte, les arrimaba género para que no parasen; también clasificaba, embalaba y, por último, cargaba el coche con papá. Y si terminaba temprano, aprovechaba para coger la bici y salir en busca de Luis y los demás, lo que no había sucedido con demasiada frecuencia en los últimos meses, pues cuanto menos faltaba para el Mundial, tanto más aumentaba el trabajo.
Don Mariano enviaba con afán desmedido toneladas de mercancía, y cuando venía a hablar con papá, yo observaba chispear sus ojos codiciosos a través de la ventana. Fue en su última visita, hace un mes, cuando anunció lo de las camisetas. Por lo visto se había fabricado una edición exclusiva del equipamiento de nuestra selección: la que se utilizaría en el campeonato. Las prendas llevaban cosido a mano el nombre de cada jugador y nuestro casero estaba tan satisfecho con el trabajo de mamá que convenció a su superior para traer la preciada colección a casa.

Yo daba saltos de alegría sólo de pensar que la ropa que tenía entre mis manos se la pondrían los mismísimos jugadores unas semanas después. No podía ser verdad.

Pero sí lo era y mamá lo comprobó como nadie. Ella madrugaba más de lo habitual y se iba a la cama la última. Fueron jornadas maratonianas en las que apenas se movió del pequeño taller en que se había convertido la cocina. No obstante, a pesar de su concentración en el trabajo, a veces se levantaba de la silla sin previo aviso y, sacando del parque al renacuajo, nos abrazaba a los dos en silencio y nos comía a besos. Yo me escabullía cuando empezaba a faltarme el aire.

Pasaron los días y a una semana para la partida de la selección, mamá concluyó el trabajo. Cuando cargamos la última caja y cerramos el maletero, se me hizo un nudo en la garganta, como si alguien a quien quisiera mucho se marchase para siempre. Antes de arrancar el coche, papá bajó el cristal y, levantándome la cara al frente, prometió regalarme una camiseta en cuanto pudiera.

Yo sabía que lo haría. Lo que nunca sospeché fue lo poco que tardaría en cumplir su palabra. Parecer ser que tras la entrega de la mercancía y su correspondiente revisión, los jefes del departamento de Calidad felicitaron a don Mariano por “su” excelente trabajo y lo invitaron a pasar a las oficinas para “cerrar la operación”. Éste despachó a papá con un <<muchas gracias por todo, espera junto a mi coche>>. Allí estuvo casi una hora. Cuando reapareció nuestro casero, traía un paquete bajo el brazo y una sonrisa de oreja a oreja.

     Toma, esta es tu parte. —Dijo ufano. — Yo ya tengo la mía.

     Gracias, don Mariano. —Respondió papá mientras tomaba la caja sorprendido.

     ¿No la abres?

       —     Sí, claro… —Se aturulló un poco.

De aquel bulto sacó una camiseta de la selección nacional edición exclusiva. Papá se puso rojo como un tomate:

     Don Mariano, no debería haberse…

     ¡Bah! No es nada —Interrumpió a papá. —Saben que no tengo hijos, pero sí un sobrino. —Guiñó un ojo. —Al que no veo desde hace años.

El balón comenzó a rodar y nosotros vibramos con aquella final épica que acabamos ganando  3 – 1. Nuestro segundo Campeonato Mundial de Fútbol era una realidad y los jugadores levantaban al cielo la copa dorada. Habían sudado como nunca aquella camiseta.

 Todos lo hicimos.

Un día inolvidable

Cuando me la regalaron por mi cumpleaños sólo acerté a balbucir un ridículo << ¿esto es para mí? >> . Mis padres asintieron y ...