sábado, 9 de junio de 2018

La sonrisa del vencido

Mi nombre es Teodoro Aguilar, sargento de fusileros del Regimiento Fijo de la Luisiana. He dado muerte en esta maldita guerra a muchos hombres que nada me habían hecho. Blancos, negros e indios han sucumbido al fuego o a la bayoneta de mi mosquete sólo porque Dios los puso en el bando contrario. A mí en cambio me ha sonreído la suerte y he logrado mantenerme de una pieza desde que nos batimos el cobre con el inglés. Hasta hoy, me temo.

En este preciso instante una pistola amartillada apunta a mi entrecejo a menos de un palmo de distancia. La cosa pinta mal, mayormente porque el fulano que empuña la herramienta me las tiene juradas y yo no tengo con qué defenderme. Y eso que durante el último año, desde que España comenzó a apoyar oficialmente a las trece colonias rebeldes, siempre he tenido un arma a mano hasta para ir a la letrina. Pero este indeseable me ha cogido desprevenido, apareciendo tras una gran roca que hay en la subida del arroyo. Y zas, no he visto venir el golpe. Al levantarme del suelo ya tenía el arma en la cara. Así que estoy a su merced.

Es puñetero a veces el Destino, pues habría deseado otro final. Este malnacido no es precisamente un temible guerrero Siux ni un sigiloso explorador Ojibwa, ni siquiera es un disciplinado casaca roja, a manos de los cuales hubiera sido más honroso rendir la vida. Y eso me revienta la hiel. Se trata de uno de los trescientos milicianos franceses que, en apoyo a los veintinueve soldados regulares que servíamos al mando del capitán Fernando de Leyba, defendieron a cara de perro la plaza de San Luis de Ilinueses de la acometida británica que pretendía controlar el acceso al Misisipi desde su curso alto.

Ayer juntábamos fuerzas como hijos del mismo padre para echar a los súbditos de Su Graciosa Majestad, pero ambos sabíamos que antes o después nos veríamos las caras, habida cuenta del último lance que mantuvimos la semana pasada. Aquello se saldó con la nariz del gabacho rota y una sonrisa que ya no volverá a lucirle igual; y con la advertencia, mientras las vértebras de su pescuezo crujían bajo mi mano, de que no podía conseguir lo que quería.<< No te lo volveré a repetir >>, zanjé. En ese momento debí matarlo. Y hoy aquí estamos, mirándonos fijamente a los ojos con el tiempo y la vida en suspenso. Sus labios apretados se reducen a una línea inexpresiva. Está nervioso y su frente lo atestigua con un mar de sudor. El temblequeo de sus extremidades le hará presionar el disparador en cualquier momento, y entonces el fogonazo que siga anunciará para mí la noche eterna. Al menos será rápido.
Quitar la vida a alguien es fácil, sólo se necesita un motivo. Y este miserable lo tiene. Es un motivo tan viejo como el Hombre, que lleva matándose desde que Dios lo puso en el mundo. Y no hablo de dinero ni de poder. No es nada de eso. Este pavo va a liquidarme por una mujer. Nayeli, es su nombre. Hace unos años, un jefe Mapuche apareció en San Luis con su hija. Venía malherido y al tocar a la única puerta que conocía, dejó un rastro de sangre. Por lo visto una disputa con una tribu rival redujo a cenizas su poblado. No hubo apenas supervivientes. Cuando la puerta se abrió el jefe agonizaba en el suelo. Sólo atinó a decir <<mi hija, mi hija>>. La casa era de un comerciante de pieles francés que había hecho negocios con los indios. Su esposa crió a la niña junto a su hijito, el mismo que ahora va a volarme los sesos. Cuando los muchachos crecieron, él comenzó a mirar a la chica con ojos distintos a los de un hermano. Llegó un punto en que el padre hubo de repudiarlo, pues la convivencia se hizo insoportable.
Así andaban las cosas cuando desembarqué en San Luis, tras una penosa travesía desde el sur. Nada más poner pie a tierra la vi. Sus grandes ojos negros me atraparon desde el momento en que nuestras miradas se cruzaron. Aquel día, una larga trenza ceñía su melena salvaje de cabello azabache y permitía que su rostro atezado luciera resplandeciente al sol. El cuerpo fibroso y grácil que se intuía bajo su modesta indumentaria había heredado los movimientos felinos de una raza condenada a vivir siempre sigilosa. Juro ante el Altísimo que no había visto belleza semejante en los veintiocho baqueteados años que hace que me parió mi madre. Caí rendido.
Pero hube de armarme de paciencia, pues me llevó varios meses de respetuosa insistencia conseguir que su rostro hierático se relajase y sus labios comenzaran a esbozar tímidas sonrisas, que hicieron de mí el hombre más feliz del mundo. Esto no pasó inadvertido para el franchute despechado y, a medida que el corazón de Nayeli se abría a mí, su resentimiento era mayor. Creí que con la última paliza desistiría, pero ya no es dueño de sí. Y eso es malo para mí, pues el parlamento o el puño pueden persuadir a cualquiera, menos a un loco.
<< ¿Dónde está?>>, inquiere irritado.
 <<Nunca lo sabrás>>, respondo lo más tranquilo posible.
<<Dímelo o te juro que…>>.
<<Dispara, joder>>, aúllo.
Ha apretado las mandíbulas y cerrado los ojos. Lo va a hacer…
Pomm.
Ya está.
Apenas veo el destello. Ya estoy cayendo cuando siento que el plomo abrasa mi frente. Todo se va tiñendo de negro, pero aún logro ver la cara de estupor de mi asesino al advertir mi sonrisa. Jamás dará con Nayeli, pues hace un par de noches, prevenidos ya del ataque británico, embarcó río abajo en una balandra que arribará a Nueva Orleans. Allí la espera mi compadre, el sargento de artillería Manzano, quien, junto a su mujer, la ayudará a empezar de nuevo con el hijo que lleva dentro.

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