domingo, 16 de septiembre de 2018

Un día inolvidable


Cuando me la regalaron por mi cumpleaños sólo acerté a balbucir un ridículo << ¿esto es para mí? >> . Mis padres asintieron y sonrieron complacidos por haber sido capaces de ocultarme la sorpresa. Era mi primera bici de montaña, una Orbea de dieciocho velocidades negra, salpicada de puntitos amarillos. Una pasada.
En aquel momento, a mis nueve años y con aquella máquina entre las piernas, me sentía el rey del mundo. Tenía que probarla cuanto antes.
Por suerte nací en verano y nos encontrábamos de vacaciones en Peñáguilas, el pueblecito blanco y pequeño de los abuelos. Está situado en el centro de una bahía con forma de herradura mal hecha, a cuyos extremos, de longitud desigual, se alzan sendas colinas: la de La Peña del Águila, en el extremo corto, y la Del Faro, más alejada mar adentro. En la cima de esta última me encontraba yo, en presencia de los chicos y dispuesto, ante el asombro y la incredulidad de todos, a lanzarme a tumba abierta por el Sendero de la Culebra, única y angosta vía de acceso a los dominios de Blas, el farero. Pero no las tenía todas conmigo. Ni siquiera los gallitos del grupo, Pedro y Manolo, se habían atrevido a lanzarse en bici. Y es que desde abajo la vista de la Culebra era engañosa, pues no permitía ver con claridad su vertiginoso desnivel; pero una vez arriba la perspectiva de una pendiente infernal de al menos el 18% y sembrada de rocas y socavones mantenía a raya las ansias de gloria incluso de los más osados.
Aquél, no obstante, debía ser el momento. << Ahora o nunca>>, pensé mientras apretaba las empuñaduras con todas mis fuerzas: el corazón me latía a mil por hora; el estómago era una caldera de nervios; los pulmones, ávidos de oxígeno, se agitaban en mi pecho. Cerré los ojos y una leve ráfaga de viento se llevó la última brizna de temor. << Allá voy >>, grité, y pedaleé con rabia. Mientras descendía me convencí de que no lo contaría, tal fue el apuro que pasé: los tremendos baches nos zarandeaban a la bici y a mí sin piedad, las piedras saltaban a nuestro paso como sapos gigantes golpeándonos por doquier  y las matas de esparto, en fin, castigaban mis espinillas con latigazos que abrían en ellas finísimos surcos rojos.
Cuando contra todo pronóstico llegué abajo, no pude hacer otra cosa que tentarme el cuerpo para comprobar que aún me encontraba de una pieza. Me eché al suelo exhausto y mientras veía a los demás bajar a pie, disfruté por igual contemplando tanto el júbilo de mis afines, como la envidia mal disimulada de mis competidores. Todos, sin embargo, hervían de excitación.

De regreso al pueblo, mientras los chicos comentaban con distinto ánimo mi gesta, yo me limitaba a paladear el que sin duda era el mejor día de mi vida: << Rueda bien, la condenada >>, me dije, satisfecho de las prestaciones de mi flamante montura, que habría de brindarme grandes momento de gloria en los muchos años que sin duda permanecería a mi lado.
Pero algo se torció y malogró la bonita sucesión de acontecimientos de aquel día. Faltaban trescientos metros para entrar al pueblo, que estaba en fiestas. Esa noche, por mi cumpleaños, cenábamos en casa de los abuelos. No podría quedar con la pandilla, así que marchábamos ultimando los planes del día siguiente. Yo intentaba convencer a Antonio de que lo más divertido sería ir a escalar la pared derecha de la Peña del Águila cuando oí el derrape y los gritos de pánico en la parte posterior del grupo. Me disponía a girar la cabeza pero no me dio tiempo. Sentí un impacto brutal contra la rueda trasera de mi bici y cómo todo se cubría de oscuridad.
Cuando me introducían en la ambulancia recobré un hilo de consciencia y pude ver esposado a Fermín, un vecino. Al parecer perdió el control de su coche y arrambló con todos nosotros. No dejó a uno en pie. Había estado todo el día de farra en los bares de la Plaza del Ayuntamiento, así que cuando la Guardia Civil le hizo soplar, casi hace estallar el alcoholímetro. Lo detuvieron entre lamentos, maldiciones y un llanto que no habría de cesar en mucho tiempo. Casi tanto como el que yo necesité para salir del coma. Tuve suerte. De los siete amigos del grupo, los que marchaban detrás no lo contaron. Fueron tres: Juan, Guillermo y Agustín.
De aquello hace más de veinticinco años y las heridas físicas cicatrizaron, pero no así las otras. Cada noche acuden sin cesar a mi memoria, como olas a la playa, recuerdos de aquel día que debía ser el mejor, pero que terminó llevándose a mis amigos y mi niñez. Recuerdo, por ejemplo, el sonido seco de la carrocería al golpear contra nosotros, o el rostro desencajado de aquel borracho patético. Por eso estudié Derecho. Ahora soy fiscal especializado en Seguridad Vial y persigo a quienes, por una u otra razón, desprecian la vida de los demás cuando se ponen al volante.
Y aunque ha pasado mucho tiempo, cada verano, el día de mi cumpleaños, que no he vuelto a celebrar, los cuatro supervivientes nos reunimos en lo alto del Cerro del Faro y contemplamos aquel condenado Sendero de la Culebra donde reímos todos juntos por última vez.

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